El sueño suele ser el mismo. Desde hace algunas semanas se repite la secuencia infinita , quizá con algunos matices, pero no podría aseverarlo en esta vigilia feroz.
Un gran ventanal circular, como las ruinas del viejo imperio proyecta hacia este interior una luz ensombrecida, púrpura por momentos, naranja a veces. Desde mi hombro derecho, apolillado por el paso de los siglos, mi visión periférica percibe la tibieza de aquel exterior incierto.
De pie, la mano cibernética apoyada sobre el muro azul de mi celda, en la que mi carcelero cada día con puntualidad deja la bandeja metálica con las migajas que sobran del Banquete de los Primeros, oigo el zumbido sordo de las máquinas que centenares de niveles por debajo del mío hacen avanzar esto.
Como siempre, desde el día en que los recuerdos se volvieron nítidos, sobre mi izquierda puedo oír el silbido intermitente de los gases venenosos que circulan por los ductos de desecho y que inexorablemente son arrojados al espacio exterior, desde las sentinas por encima de las mazmorras de confinamiento.
No puedo evitar girar unos quince grados, sosteniendo la mano sobre la pared para cargarme al menos algunas horas más y mantener mi sistema operativo en funciones. Al hacerlo, un tercio de la circunferencia del ventanal es encontrada por mi campo visual y mentalmente ensayo lo que se supone una sonrisa. Betelgeuse se ve maravillosa desde aquí.
Atrás, lejos de este espacio-tiempo quedaron suspendidos los restos del Sistema Solar. Un estremecimiento recorre mis conductos biónicos al recordar aquellos tiempos. La especie humana había alcanzado un grado de avance tecnológico que jamás hubiese creído posible desde mi biblioteca. El manejo de la antigravedad fue un logro extraordinario. El salto evolutivo fue de veras asombroso. En apenas una década la especie salió de las tinieblas que suponía la energía mareomotriz y los viajes interplanetarios fueron tan comunes como las perpetuas desigualdades de los dos sistemas políticos emplazados en todos los territorios de los tres continentes.
Ahora tengo una perspectiva más amplia de la pared Este de mi celda. El tiempo transcurrido aquí apenas ha comenzado a corroer con una fina pátina de óxido el metal marciano que la compone. Las bondades del metal eran ciertas, a fin de cuentas.
En el tercio inferior de la pared, y a lo largo de su totalidad la maqueta se encuentra casi terminada. Recuerdo muy bien el momento en que comencé a construirla. Las migajas eran más abundantes en aquellos tiempos, lo que me permitió guardar algunos sobrantes. Con ellos mi proyecto comenzó a tomar forma. Sospecho que al Consejo de Ancianos no le represento una amenaza seria y que se divierten observándome. De otro modo no se explicaría el estado de avance de la maqueta. En este punto ya el recuerdo de la vieja biblioteca se fusiona con mi imaginación como el núcleo solar, algunos eones antes de explotar y devorar a la Tierra.
A estas alturas solo dos dedos de acero hacen contacto con la puerta. El resto de mi cuerpo se encuentra totalmente de espaldas a ella, mirando extasiado el espacio exterior fuera del círculo del ventanal. Los droides han activado la ultrapropulsión y las nebulosas se alejan a una velocidad pasmosa. Apenas unas líneas delgadas blanquecinas y la oscuridad cero que lo consume todo.
Un pequeño cimbronazo hace vibrar la plataforma de mi cárcel. Debemos haber esquivado el campo gravitatorio de un hoyo de gusano. La miríada de crustáceos de cobre por debajo de las losetas del piso afanosamente se deslizan de costado para hacer la pertinente evaluación de daños.
Es sorprendente cómo sé todo esto que pienso. Aunque nadie me lo haya explicado de alguna manera incierta lo sé. El encierro es un gran tutor, como lo fueron los sabios de Halicarnaso. He visto morir desde este ventanal a millones de soles y colisionar infinidad de lunas.
Presiento que el final no debe estar demasiado alejado. Con una parsimonia que quizás exaspere a los Ancianos despego mis dedos de la pared, y al cortar el contacto ésta vuelve a mostrar el holograma de la Gran Tormenta de Ganímedes. Avanzo unos pasos hacia el ventanal y con asombro observo que hemos desacelerado. Creo que estamos entrando en la atmósfera de algún remoto planeta. La visión se vuelve algo borrosa y columnas de vapor se desplazan horizontalmente, dejando entrever un cielo rojizo.
Suspiro con un leve rechinar de mi pecho viejo y miro de costado la maqueta. Camino apenas un par de pasos balbuceantes y extiendo mi mano única, que instantes antes había permanecido apoyada en la pared. Las últimas migajas adquieren una tonalidad opalescente cuando las deposito en la maqueta.
Finalmente he terminado. Hasta el último de mis recuerdos está presente. Las altas columnatas dóricas, las escalinatas de mármol viejo, desgastadas por miles de pies, las enormes puertas de acceso….
También están concluidos los infinitos pasillos y corredores por los que deambulé en los tiempos en que mi vista menguaba y el báculo indeciso sonaba reverberante en el piso ajedrezado. Un rayo de la luz de la tarde entraba por un espacio que dejaba la sección de Literatura Inglesa y aquél tomo ocre de La Divina Comedia lo ocupaba todo.
La nave ahora se ha detenido. La maqueta de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires ha sido terminada. Y yo, Borges, sonrío y espero tranquilo a mis verdugos.
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