El
plumón alemán, grande, preparado para 30 grados bajo cero, está en un rincón de
mi habitación. Ya viejo, deteriorado, espera ser restaurado.
Llego
a mi casa hace mucho tiempo. Yo había salido a caballo a la cordillera del lado
chileno a comprar plumas. Los campesinos me hablaron de los alemanes. Me
dijeron que se iban y vendían todo y que allí conseguiría un plumón ya hecho.
Fui
a verlos. Vivían en una cabaña muy rústica en medio del bosque y cerca de un
cerro. Eran todos rubios, flores exóticas entre pieles morenas. Él delgado,
espigado, ella con faldas y una gran trenza, los dos niños casi iguales.
Llegaron
con la quimera de enseñar agricultura a los campesinos. Trajeron muchas cosas,
hasta una máquina de coser, trasladando todo costosamente a través de los
campos.
La
cordillera fue cruel con ellos. Decían que la mujer se fue alcoholizando, que
tenia romances con los paisanos. No sé que más pasó, pero su sueño se hizo
trizas. Decidieron irse.
Me
invitaron a quedarme esa noche. Me acosté en un colchón en el piso cerca de
ellos. Tarde ya escuché la voz del hombre desde la oscuridad, llamándome
insistentemente en susurro. Permanecí en silencio, tensa, esperando que cediera
el apremio. Luego todo quietud.
A
la mañana les compré el plumón. Lo subimos atado a las ancas del caballo y
regrese lentamente.
Aun
guardo en mi memoria esa imagen, casi fantástica, bella y trágica a la vez.
Ester Morón