jueves, 20 de septiembre de 2018

Crónica


El plumón alemán, grande, preparado para 30 grados bajo cero, está en un rincón de mi habitación. Ya viejo, deteriorado, espera ser restaurado.
Llego a mi casa hace mucho tiempo. Yo había salido a caballo a la cordillera del lado chileno a comprar plumas. Los campesinos me hablaron de los alemanes. Me dijeron que se iban y vendían todo y que allí conseguiría un plumón ya hecho.
Fui a verlos. Vivían en una cabaña muy rústica en medio del bosque y cerca de un cerro. Eran todos rubios, flores exóticas entre pieles morenas. Él delgado, espigado, ella con faldas y una gran trenza, los dos niños casi iguales.
Llegaron con la quimera de enseñar agricultura a los campesinos. Trajeron muchas cosas, hasta una máquina de coser, trasladando todo costosamente a través de los campos.
La cordillera fue cruel con ellos. Decían que la mujer se fue alcoholizando, que tenia romances con los paisanos. No sé que más pasó, pero su sueño se hizo trizas. Decidieron irse.
Me invitaron a quedarme esa noche. Me acosté en un colchón en el piso cerca de ellos. Tarde ya escuché la voz del hombre desde la oscuridad, llamándome insistentemente en susurro. Permanecí en silencio, tensa, esperando que cediera el apremio. Luego todo quietud.
A la mañana les compré el plumón. Lo subimos atado a las ancas del caballo y regrese lentamente.
Aun guardo en mi memoria esa imagen, casi fantástica, bella y trágica a la vez.


Ester Morón

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